29.Abr.03
Olkin

Ver al horizonte parir el sol y después morir. Más que un ideal es una necesidad para Olkin, tan lánguido y demacrado últmamente. Demasiado jóven para buscar en la muerte la felicidad ausente en la vida.

Es martes.

Luz que emana de los viejos arbotantes, sombras desechadas por los arbustos que resisten el frío de Febrero con la esperanza de abrigarse en la primavera que no llega. Soledad que se esfuma cuando Olkin recuerda que se tiene a sí mismo, el acompañante que no lo traicionará.

Las calles huelen a muerte y la densa niebla es el mejor pretexto para perderse dentro de ese laberinto que es la ciudad en las primeras horas del día. Su mente tiene registrado el mapa a seguir para encontrar lo que busca por lo que avanza a paso firme. A lo lejos se escucha el ruido de una carreta que circula a toda carrera por la avenida principal. Seguramente el chofer tiene pavor a la oscuridad y a todo lo que ésta encierra. Hoy, el miedo está lejos de ahí. Olkin lo lleva en la bolsa de su chaqueta, justo frente al corazón.

Unas calles adelante, Leonora tiene el mismo sueño de las últimas semanas. El hombre sin rostro que la vigila desde la acera de enfrente, esperando el momento perfecto para acercarse y atacar. El final siempre es diferente; en ocasiones solo permanece afuera, en otras logra entrar a la casa. Nunca ha logrado el objetivo. Le han dicho que los sueños son la expresión de los miedos, pero no le teme a esa sombra tan sedienta de ella. Pudiera ser el miedo a su reacción si llegaran a encontrarse.

Él se ha postrado frente a su ventana. El reloj de la catedral marca las 6:30 y el cielo se ha tornado color naranja, anunciando la transición de la noche al día. Olkin sabe que el final se acerca.

Leonora tiene uno de esos despertares secos, crudos, que no toleran un segundo más de reposo. Decide quedarse en cama y encontrar la madeja que le ayude a desenredar esos sueños sin sentido.

Olkin siente los primeros rayos del sol bañar su cuerpo y la materia que se negaba a descomponerse comenzó a hacerlo. Entre dolores y sensaciones extrañas alcanza a esbozar una sonrisa de satisfacción por haber ganado cada uno de los episodios de esa lucha interna vivida en los últimos veinte días. Débil por la abstinencia de alimento cae de rodillas en la acera y pronto solo es polvo gris que se esparce con el viento.

Es el precio a pagar por un hombre que se rehusa a herir a su amada. El monto saldado por Olkin, el hambriento vampiro que murió por rehusarse a transgredir el amor.

Zelig